El descubrimiento de la agricultura es uno de los sucesos más decisivos de la Humanidad. Supone un cambio radical no sólo en la economía, al permitir el aumento de población, sino también en la estructuración
y concepciones espirituales de los distintos grupos humanos y es presupuesto básico para otra serie de descubrimientos e inventos (entre los más inmediatos, la cerámica y la tejeduría) que, enriqueciendo el
patrimonio cultural, constituyen la piedra angular sobre la que se han edificado las formas de vida posteriores. Las consecuencias más próximas son el sedentarismo de las primitivas comunidades que se constituyen en poblados y la liberación de parte de la población de la continua búsqueda de alimentos. De esta manera, la existencia de tiempo libre permite acelerar el proceso cultural, independizando al hombre de la naturaleza.
La producción intencional de plantas útiles junto con la domesticación de animales, es decir, la posibilidad de producción artificial de alimentos tiene su origen hace 8.000 años. Las plantas se empiezan a cultivar antes del 6.000 a.C. en el Próximo Oriente, donde se encuentran en estado silvestre algunos cereales que el hombre cultiva por primera vez. Esta región es, con toda probabilidad, el centro donde se crea la agricultura,
según revelan las excavaciones arqueológicas de los poblados de Jarmo y Jericó, donde en los niveles más profundos se encuentran indicios de la posesión de cereales y algunos animales domésticos.
El proceso de
cultivo y cosecha de plantas alimenticias transcurre en un largo lapso de tiempo,
que posiblemente abarca un milenio.
En este periodo,
los pueblos mesolíticos recolectan especies de gramíneas silvestres
que almacenan en
sus campamentos. La invención de la agricultura se atribuye a la
mujer, por ser
esta la que en las comunidades de cazadores tiene la misión de recolectar las plantas
comestibles.
Este fenómeno
lleva a la escuela etnológica histórico-cultural de Viena a señalar los
elementos característicos
del ciclo agrícola matriarcal originado por la posesión de la mujer de los
conocimientos de la germinación.
Este ciclo
estaría caracterizado económicamente por una incipiente agricultura en
la cual la mujer
desarrolla las tareas propias del sembrado y cuidado de las plantas, en relación
con concepciones sociales y religiosas que motivan el predominio de la mujer en
la sociedad, en la que la idea de la fecundidad y sus conexos (sangre y
fertilidad, ciclos lunar, agrícola y femenino), y el arraigo de las prácticas mágicas, constituyen rasgos típicos
de las sociedades agrícolas. Posteriormente,
todo ello se desarrolla en las concepciones religiosas de carácter telúrico
en torno
a la Madre Pristina o gran diosa y en las divinidades infernales objeto de antropomorfización,
no exenta de carácter poético, en la religiosidad greco-latina.
Los
métodos de la agricultura varían según los elementos técnicos disponibles y las
condiciones fisiográficas. En los primeros estadios del Neolítico se practica
una agricultura simple de azada y en los lugares boscosos se procede a la tala
y quema periódica.
Posteriormente,
la introducción de abonos y sobre todo el progreso técnico que supone la invención
del arado, que implica necesariamente la posesión del ganado mayor, conduce al
desarrollo de la agricultura moderna. La agricultura explota el ciclo vegetal
en cuatro etapas: la preparación del suelo, la siembra, el cuidado de los
campos de cultivo y la recolección.
El
cultivo de las plantas exige un trabajo previo de preparación del suelo, que se
realiza mediante un doble proceso: remoción de la tierra y mejoramiento de su
composición química.
La
agricultura implicó la domesticación de algunas especies de animales, que
servían como alimento (leche y carne) y como fuerza de tiro. Se tomó el hábito
de trabajar la tierra o acondicionarla, con la finalidad de sustituir la
vegetación natural por asociaciones útiles. En la mayoría de los casos, se
combinó el cultivo con la ganadería.
Hasta
finales del S. XVIII, los trabajos del campo movilizaron a la mayor parte de la
población activa de todos los países: el 70 u 80% de las personas se dedicaban
al trabajo de la tierra. La ocupación que en ella hallaban era irregular,
marcada por largos tiempos de paro forzoso, según la temporada; pero en el
momento de trabajo, cuando era necesario preparar las tierras, sembrar o
cosechar, su presencia era indispensable. En las sociedades nacidas de la
revolución industrial, un
trabajador
era capaz de cosechar la cantidad necesaria para alimentar a unas quince
personas más, de manera que la parte dedicada a las tareas agrícolas no
representaba más que el 10 u 8%. El campesinado va perdiendo su importancia
relativa en todas las partes del mundo: en numerosos países va a disminuir sus
efectivos de manera absoluta. A pesar de la pérdida de mano de obra de la
agricultura, ésta sigue condicionando la vida del conjunto de las poblaciones.
Las dificultades que resultan de la rapidez de su evolución y la gravedad de
los problemas que debe afrontar, la hacen acreedora de una constante atención.
En
las naciones industrializadas, los labradores se ven afligidos por un exceso de
producción.
Por
otra parte, ellos no pueden satisfacer las necesidades de una población que va en
aumento demasiado deprisa.
En
el siglo XIX la agricultura se beneficia de las nuevas posibilidades que ofrece
la industria. Aparecen las primeras máquinas (segadora, 1834), mientras que el
uso de los abonos fosfatados se extiende, a partir de 1873. Se empiezan a
utilizar las primeras híbridas
seleccionadas en los laboratorios, y la lucha contra los microbios y parásitos empieza
a tener cierta eficacia. Las superficies cultivadas aumentan de manera
significativa, al igual que los rendimientos. Este movimiento general, que
continúa y se acentúa durante todo el siglo XX, hace emerger una agricultura de
nuevo tipo. Con ritmos propios en cada país, las explotaciones se mecanizan, se
equipan con máquinas diversas (tractor con neumáticos a partir de 1929) y se
concentran para alcanzar superficies cultivables más extensas. Se desarrolla un
número creciente de cultivos y especies gracias a las unidades intensivas de
producción o almacenamiento. Empiezan a crecer en grandes invernaderos frutas,
verduras, flores… en grandes cantidades sin importar la estación e incluso el
suelo, que en algunos casos es reemplazado por soluciones nutritivas.
Estos
fenómenos provocan el descenso del número de explotaciones agrarias y de los agricultores.
Durante el éxodo rural, iniciado a mediados del siglo XIX, el campo es
abandonado poco a poco en beneficio de las ciudades.
La
agricultura se encuentra al poco tiempo en una tenaza, cuyos brazos son los todopoderosos
proveedores, que venden máquinas agrícolas y abonos caros, y los despiadados clientes,
que compran los productos baratos para revenderlos o transformarlos. El agricultor
que quiere sobrevivir es obligado a endeudarse para aumentar su producción y a menudo
a aumentarla para hacer frente a sus deudas.
Frente
a esta postura, los agricultores abrieron una nueva era en la alimentación al crear
cooperativas de compra.
El
ramo agroalimentario ocupa en la actualidad un lugar importante y en algunas ocasiones
preponderante, en el sector industrial.
La
variedad de sus productos -en conserva, envasados al vacío o congelados- no cesa
de ampliarse. En el comercio al detalle compiten ya con los productos
agrícolas. Y su éxito debería seguir aumentando. La industrialización de la
alimentación es una etapa característica de las sociedades desarrolladas del
siglo XX.
A
partir de 1920, el peso de la agricultura ecológica, que pretende mejorar las
cualidades nutritivas de las producciones, limitando al máximo la contaminación
de los abonos, es relativo. Pese a sus limitaciones, no debe eludirse su
importancia en algunos países, como Alemania o los Países Bajos. Quizá esté
llamada a experimentar cierto desarrollo, dadas las preocupaciones ecológicas actuales
y habida cuenta del gusto de los consumidores por las producciones
"naturales".
Pero
sus precios de costo, por el momento, son elevados. Existen programas
agroalimentarios, como el que la CEE puso en marcha en 1979, que consisten en
evaluar la relación entre la calidad de los productos y las técnicas de
producción.
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